domingo, 10 de febrero de 2008

EL “CABO SAN VICENTE”

A principios de 1974, me encontraba en una situación difícil, económicamente hablando.
Meses antes había abandonado todo lo que hacía normalmente, es decir, mi trabajo como fotógrafo, y otras actividades relacionadas.

El motivo fue mi entrada en una comunidad.

Este grupo vivía en una vieja casa de la calle Tacuarí y su actividad central era el teatro.
El porqué de mi integración en la Comuna, así se llamaba, es algo que contaré en otro momento, quizás.
Lo importante para lo que quiero contar ahora, es que de allí salí meses después con mujer e hija, y sin trabajo.
Así que traté de buscar alguna solución al problema, y una tentadora que se me presentó, vino por correo.

En el año 1973 había trabajado en un estudio de fotografía bien equipado y con un enorme espacio y equipos de toma e iluminación importantes.
Allí conocí a otro fotógrafo, Ricardo, con quien hice amistad.
Encaramos juntos varios proyectos y experimentaciones.
La fotografía era lo que nos apasionaba y nos impulsaba a trabajar con intensidad, aprendiendo todo lo que podíamos.
La agitada situación política que se vivía en esos meses nos distanciaba un poco, no demasiado.
Finalmente, me alejé cuando entré en la comunidad.

El se fue a probar suerte a Madrid, con su mujer.

Cuando meses después me encontraba sin trabajo y con el agregado de una familia que había surgido de golpe en mi vida, le escribí contándole lo que me pasaba.
Me respondió invitándome a España, porque estaba trabajando en un estudio publicitario y le iba bien.
Y seguro habría lugar para mí también.
Los primeros tiempos podía vivir en su departamento, hasta que me ubicara.
Así que no me lo pensé dos veces, y me compré con unos ahorros que tenia un pasaje en barco, que en aquellas épocas era mas barato que el avión.

En marzo de 1974 me embarqué en el Cabo San Vicente, de la compañía Ybarra.







ALGUNOS COMPAÑEROS DE TRAVESÍA



Sin dudas, desde el primer momento quedó claro que aquel viaje seria una experiencia inolvidable, de esas que marcan.
La galería de personajes se abrió en el momento mismo en que el barco se separaba con extrema lentitud del muelle, mientras dos pequeñas multitudes se despedían agitando frenéticamente pañuelitos o la mano desnuda.
Unos se quedaban en el muelle, y los otros a bordo, a punto de hundirnos en la oscuridad y la niebla del río, rumbo al océano.

En ese preciso momento, mientras desde los parlantes se derramaba sobre nuestras cabezas la voz de Gardel, cantando aquello de “mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver…” que algún tripulante un pelín sádico había puesto a sonar, ocurrió el primer incidente.
Alguien comenzó a gritar a todo pulmón, aferrado a la barandilla.
¡Que no se puede!
¡Que muera Franco!
Y lo repetía una y otra vez.
Cerca mío, dos tipos vestidos con un uniforme que los denunciaba claramente como miembros de la tripulación, decían lo suficientemente alto como para que se oyera, que lo iban a arrojar al agua, a ese cabrón…
Quizás lo decían con convicción. No lo sé.
Pero lo que entendí más tarde, es que algo tenían que decir, por si las moscas, dado que nunca se sabia si algún agente de la policía franquista andaba cerca. Había que dejar claro que ellos no aprobaban aquello.
Pero el hombre aquel seguía gritando.

Así es como, a pocos metros del muelle, todavía en Argentina, ya había entrado en la España franquista.
Sorprendentemente, el personaje que profería aquellos gritos desgarradores y un tanto extraños, por aquello del ¡que no se puede!, viajaba en el mismo camarote que yo.

Éramos tres.

Este señor tenía algo en las piernas que le impedía caminar bien.
Se decía, (con los días la pequeña comunidad embarcada hacia circular rumores insistentes), que se trataba de viejas heridas producidas durante la guerra civil.
Quizás, pero a mí no me terminaba de convencer esto, dado que el hombre no parecía tener más de cuarenta años.
Y además tenia una especie de joroba, no muy grande, es cierto, pero que no cuadraba mucho, en principio, con heridas de guerra, sino mas bien con alguna deformación congénita.
Pero concedo que lo de las piernas podría haberse tratado, en efecto, de heridas sufridas en su infancia. Quien sabe.

Lo cierto es que nunca pude hablar con claridad con él, a pesar de compartir camarote, pues al hecho de que solo repetía aquello de “¡que no se puede!”, se le sumaba que estaba casi siempre borracho.
Cosa esta última que hacia enojar muchísimo al otro compañero de camarote que me había tocado en suerte, que era musulmán.
Era un viejo sirio que volvía por primera vez a su país, luego de cincuenta años.

Ya al otro día, a la hora del almuerzo, que se servía en dos turnos, conocí a más personajes con los que compartiría esta aventura.

Me habían designado un lugar en una mesa, que sería el mismo durante todo el viaje.
Durante el almuerzo y la cena, siempre ocuparía el mismo lugar, durante el segundo turno.
Por lo tanto, mis compañeros alrededor de aquella agradable tabla circular atornillada al suelo serían siempre los mismos.

Había dos jovencitos, curas cordobeses recién salidos del seminario que viajaban a Alicante, donde seguirían su formación.
Y un señor mayor, español, que volvía después de muchísimos años a su país. Era casi sordo, siempre contaba que así había quedado luego de dos viajes en avión, que terminaron averiando alternativamente sus tímpanos.
Era de la época en que las cabinas no estaban muy bien presurizadas que digamos.
Así que la conversación con él era algo difícil. Pero no imposible.

El grupo era muy agradable, y con los curitas hice rápidamente amistad, pues eran inteligentes y tenían opiniones, en muchos sentidos, sobre todo en lo político, muy cercanas a las mías.
Al menos, las opiniones que podía tener en aquellas épocas.

El mozo tenía larga experiencia en estos viajes.
Lo que redundaba en una importante cantidad de anécdotas interesantes que iba desgranando mientras servía los platos.
Quizás la manera en que lo escuchábamos, ávidos por saber todo lo posible de las gentes y las cosas de aquel lugar al que nos dirigíamos, hizo que simpatizara con nosotros.
En consecuencia, siempre recibíamos doble ración de postres, y sobre todo de quesos, que extrañamente, (era la primera vez que veía algo así), se servían al final de la comida.

Con el correr de los días, fui conociendo a otros personajes, alguno de los cuales contaría mucho en el futuro.
La más importante, una chica suiza, que había ido a Argentina a conocer a la madre de su compañero. Vivían en Marbella.
Conocí también a los primeros refugiados chilenos de mi vida.
Luego, varios años después, ya en Bélgica, iba a conocer a muchas decenas, e inclusive uno de ellos sería el padre de mi nieto.
Pero en aquel momento, eran para mí toda una novedad.

La vida en un barco que se dispone a atravesar el Atlántico es siempre apasionante.
Es como un mundo cerrado en medio de la inmensidad.

Automáticamente los grupos se definen, por intereses, edad, nacionalidades.
Hay mucho tiempo para pensar, leer, y para escuchar historias.
Cada dos días, más o menos, desembarcábamos en un puerto, hasta que llegó el momento crucial de atravesar el océano. Era un tramo de ocho días sin ver tierra.
Pero antes de eso, paramos en Montevideo, en Santos, en Río de Janeiro, y en Bahía.

La semana que viene, les sigo contando las anécdotas de este viaje.
Son interesantes, así que no se las pierdan…

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