domingo, 17 de febrero de 2008

EL "CABO SAN VICENTE" II

La parada en un puerto se realizaba por la mañana temprano.
Luego de desayunar, bajábamos presurosos a conocer lo que pudiéramos.
En general, no teníamos posibilidad de alejarnos mucho del puerto, pues después del medio día, a eso de las dos de la tarde, el barco partía.
Y el miedo a quedarse en tierra hacía que bastante antes de esa hora, ya estuviéramos a bordo.
Por otra parte, salvo alguna excepción, no queríamos perder el almuerzo. En ese pequeño grupo que se había formado, nadie estaba sobrado de dinero como para comer algo en el bar, así que corríamos a embarcar a eso de la una.

De la primera parada, en Montevideo, no puedo decir mucho. Era poco experimentado en esto de desembarcar con pocas horas por delante y ver todo lo posible, así que pudo más mi temor a quedar en tierra que mis ansias exploratorias. No me moví mucho de la zona del puerto.
Lástima, es una deuda que tengo, algún día iré a conocer la ciudad de la que tantos amigos del exilio, muchos años después, me hablarían.

Luego vino Santos, allí si que anduvimos un poco más. Era la primera vez que pisaba Brasil.
También aquí estaría unos años después, viviendo unos meses, antes de salir hacia Bélgica.

Lo mismo en Río de Janeiro.

Pero de donde sí tengo recuerdos bien precisos, es de Bahía.
Sus calles, la gente que por allí pasaba, la conversación con un niño que nos explicaba la historia de algunos lugares.
Y la magnifica vista de la bahía desde las alturas, a las que se llega con un funicular.

Me acuerdo especialmente de esta parada, en realidad, por algo que sucedió la tarde anterior y que tuvo su continuidad una vez que volvimos a bordo.

A eso de las seis de la tarde se había organizado una fiesta en un salón que estaba ubicado hacia popa, con una columna central característica, cubierta de madera, un mural en una de las paredes, un bar y mesas.
El ventanal, o como se llamara aquello, daba a la cubierta de popa.

Ya no recuerdo cual era el motivo de la fiesta, pero la gran mayoría de los pasajeros jóvenes se encontraba alrededor de las mesas cuando llegue de mi camarote.

Se había dejado un espacio grande en una zona circular que debía servir como pista de baile. A veces en ese mismo lugar hacían una especie de peña los que sabían cantar y tocar la guitarra.
Unas luces caían desde el techo, convirtiendo al círculo en cuestión en una suerte de escenario, cuyo límite al fondo era la espesa columna.

Cuando llegué, me senté de inmediato a la mesa donde ya esperaban mis amigos.
Note rápidamente un clima extraño.
Miré a mí alrededor y ví que todos estaban muy quietos, casi en silencio.
Desde todos los ángulos del salón, las miradas estaban clavadas en la entrada, a mi derecha.
Miré inquisitivamente a mis acompañantes, haciendo el gesto apropiado con la mano derecha, preguntando en silencio que pasaba.
Me señalaron con la mirada hacia la gran columna.
Justo en el centro, un hoja de papel pegada con cinta adhesiva, a la altura de los ojos.
Y en la hoja, una caricatura. Debajo la inscripción:
“¡Que no se puede!”…

Esto me desconcertó un poco. Pero rápidamente sentí una furia que me subía hasta la garganta.

Todo ese mundo esperaba entre impaciente y divertido la llegada de aquel personaje, compañero de camarote por alguna extraña razón, que se había hecho famoso en los días que llevábamos de navegación.
Se dedicaba a pasear por cubierta, siempre entonado. Muchas veces lo ví aferrado al borde, mirando al horizonte con una extraña expresión de furia y desconsuelo.
Le gustaba, de vez en cuando, asustar a alguna pasajera que tomaba sol en la cubierta de popa, espetándole de improviso:
“¡señora, que no se puede!”
“¡que hay que tirarse al mar!”

Comenté con mis amigos que aquello era insoportable.
Y les dije que iba a destruir ese papelito.
Uno me advirtió que se podía enojar el que allí lo había pegado.
Otros me animaron a hacerlo.

Me levanté. En medio de la sorpresa general me dirigí a la columna, arranqué el dibujo y lo destruí meticulosamente.
Una especie de oooh amortiguado recorrió la sala.

Me senté satisfecho y sonriente.
Luego de unos instantes de incertidumbre, varios de los jóvenes, la mayoría brasileños, se levantaron desde distintos lugares, se acercaron y me felicitaron.
Muy bien, muy justo, muy humano, y otras cosas por el estilo.
Yo siempre me pregunté que si aquello les molestaba ¿porqué esperaban con ansiedad la entrada del jorobado, sin atreverse a actuar, y lo que es peor, divirtiéndose con la imaginada reacción del pobre hombre?

Cuando este llegó, el baile ya se había organizado, y con absoluta naturalidad se mezcló con los que se movían en el centro de la pista, sin poder reprimir alguna que otra de sus extrañas exhortaciones.

A la mañana siguiente, desembarcamos en Bahía.

Ya a bordo, por la tarde, mientras nos alejábamos de la costa, un tipo canoso, rodeado de varios otros, me hizo gestos para que me acercara.
Me preguntó con rabia con que derecho había destruido su obra.
Al principio no entendí nada, hasta que me aclaró que era el autor del dibujo aquél.
Creo haber contestado con bastante frialdad, que lo había destruido porque consideraba el hecho como inmoral e inhumano.

Entonces levantó la voz y me hizo una especie de alegato “revolucionario”, diciendo que era de izquierdas y admirador del Che, y además, catalán.
No entendí que venía a pintar esto último en la discusión, pero por lo del Che, le contesté que evidentemente no tenía ni la más mínima idea de lo que ese nombre representaba para haber actuado como lo hizo.
La batalla verbal fue creciendo, se formaron rápidamente dos bandos. En el círculo que iba creciendo alrededor había quienes defendían los puntos de vista del “artista”.Y estaban los que apoyaban vehementemente mis palabras.

De pronto dijo que yo era una especie de iconoclasta. No entendí en ese momento lo que querría decir con aquello, pero intuí que de alguna estupidez se trataba.
Tenía su orgullo herido y buscaba que le pidiera perdón.
Claro está, no lo hice.
Consideraba que mi acto había sido justo y mis compañeros a coro me apoyaban ante cada embestida del español.

Hasta que por fin, ya casi desesperado por no poder hacer valer sus argumentos, con un gracioso gesto lleno de teatralidad, levantó las dos manos y dijo:

“Podrán seguir destruyendo mi obra, que con estas manos las volveré a hacer”

Y con una naturalidad que realmente no se de donde me salió, levanté las mías y le contesté:

“Y yo, con estas manos, seguiré rompiéndolas en pedacitos…”

Risas y aplausos.


Sigue la semana que viene.

No hay comentarios: