lunes, 10 de diciembre de 2007

LA TERRAZA


En mi barrio de casas bajas, el edificio de enfrente era el único que sobrepasaba la media. Tres pisos del mastodontico adefesio construido a pulmón por la familia Fasio. Hasta yo participe en su construcción. Ayudaba a Aníbal, el hijo mayor, y mi mejor amigo de aquellos años, en sus tareas de albañil.
Mi objetivo era que se liberara rápidamente de la dura faena que se le imponía diariamente y pudiera venir a jugar conmigo al fondo de casa.

Ese edificio fue enormemente importante en mi niñez. Allí conocí el trabajo por primera vez, en sus recovecos a medio construir especule junto a Aníbal sobre los secretos del amor, las mujeres y la vida, me enamore por primera vez, y aprendí muchas otras cosas.

Como era casi de la familia, entraba en casa de los Fasio en cualquier momento, aun cuando mi amigo no se encontraba, me sentaba en una silla junto a la biblioteca, y me sumergía en los volúmenes de la enciclopedia británica que nadie miraba salvo yo.
Aun hoy guardo el recuerdo casi intacto de numerosas lecturas de aquella época.
El universo, los hombres celebres, la química, las estrellas, todo era algo delicioso, lo devoraba aun sin entender muchas de aquellas palabras.
En el devastado apartamento, en medio del fragor de aquella familia de seis hermanos, yo me aislaba y gozaba con el misterio.
Creía vislumbrar alguna de las claves secretas. Poco importaba la realidad. Al menos lo que se entendía normalmente por realidad.
Una evanescente musa me mostraba los velos que cubrían su belleza. Y me parecía que hacía el ademán de quitarse alguno.
Yo creía, y eso era lo fundamental.
Saber. Esa era la consigna.
Mi viejo no era ajeno a esa obsesión. Era su obsesión. Logro que de algún modo fuera mía también. Al menos una de ellas.

Y allí estaba, devorando lo impenetrable. Tratando por todos los medios de quitar velos a la belleza.
Pero lo que mas ame de ese edificio, fue su terraza.

Era la puerta al cielo, era mi observatorio del mas allá. Es para mi imposible recordar, y menos cuantificar, las horas que pasaba aferrado a la pared que me protegía del vació, mirando el horizonte. Esa línea indefinida, indefinible. Mágica a más no poder.

El horizonte no era solo esa difusa mezcla de contornos, protuberancias y colores. Era la esencia de todo. Era aquello que alguna vez sería. Era la promesa, el objetivo, el sueño. Y sobre todo el deseo.

Viajar, irme muy lejos. Conocer todo lo que la distancia imposible de medir prometía. La distancia del mundo, y mi distancia.

El horizonte era eso y era yo. Éramos una misma cosa. Lo ame tanto como se ama a una mujer imposible, que solo existe en uno. Tanto como al lánguido rumor de un avión que se alejaba en la tarde.
Ese rumor de aquellos años, con menos turbinas y más hélices que hoy. Ese ronquido lejano que me transportaba a otra dimensión. Aquellos misteriosos navegantes del cielo iban hacia el horizonte.

Hacia mi horizonte.

Los seguía con la vista hasta que desaparecían. Mi sueño los acompañaba.
Muchas veces despertaba en medio de la noche con ese ruido en los oídos. O con el lejano bocinazo de las maquinas diesel del Sarmiento, que rodaban hacia un centro que casi no conocía pero intuía.

Los años de aquella infancia fueron pasando, pero mi pasión por la terraza no. Allí subía aun cuando, ya adolescente, la visión se había extendido un poco más lejos.
El cielo blanco de estrellas, en las noches calientes y silenciosas del verano, complementaban al horizonte de los atardeceres. El abismo negro y sus misteriosos movimientos nocturnos me hacían soñar tanto como el horizonte. Pero eran sueños de otra índole.

Mientras que el horizonte me llamaba y me contaba cosas de mi vida por venir, la fosforescente negrura del cielo se refería a algo que yo quizás había sido pero debía descubrir.
Allí estaba todo. Lo antes y lo después. Y en el medio mis ojos ávidos, y mi corazón saltándome en el pecho.

Héctor Boetto

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