domingo, 16 de diciembre de 2007

BEERSEL




La oscuridad era tan total que caminaba como con los ojos cerrados. Sabía que estaba en una especie de laberinto o mejor, en una suerte de túnel. No veía el final, no veía los bordes, solo adivinaba.

En el suelo, las gruesas raíces me dificultaban el paso. Resbalaba a menudo, varias veces estuve a punto de caer. Tropezaba con esas extrañas protuberancias, con esos tubos resbaladizos. Eran como monstruosas serpientes muertas. ¿O quizás solo dormidas?

Adivinaba los contornos del túnel. Eran árboles. Estábamos en un camino boscoso, completamente rodeados de silenciosos seres. Por suerte, ella era bastante intrépida. O quería a toda costa demostrar que lo era. Por otro lado, si me encontraba en esta situación era simplemente porque me había dejado guiar por su extraña confianza.

Algunos pasos adelante, me guiaba en las tinieblas. Oía su voz, y me preguntaba porque cuernos me había dejado enredar en esta situación.

Pero es verdad que las dos o tres veces que salimos en condiciones parecidas, la aventura estaba asegurada.
Una vez fue en las Ardenas. Era de día por suerte, pero trepamos, bajamos, volvimos a trepar, y al final nos encontramos panza abajo sobre unas rocas a respetable altura y en un lugar que nos incitó a pensar en los hombres del neolítico que por allí seguramente habían reptado.
Y también pensamos en otras posibles maneras de pasarlo bien. Claro, podía ser realmente original hacerlo en esas alturas. Pero las voces de otros exploradores nos alejaron de estas especulaciones.

Esa noche estábamos en Beersel, a unos veinte kilómetros de Bruselas.
Sombrío nombre, sombrío lugar.

Hay a pocos cientos de metros de donde nos encontrábamos, tratando de llegar a alguna luz, una fortaleza medieval bastante bien conservada.
Quienes alguna vez me hablaron de ella, lo hicieron siempre de tal manera que en mi imaginación quedaron flotando brumas siniestras.

Porque es así su historia.

Claro, en las condiciones aquellas, trastabillando en la negrura, se me hacía difícil evitar la sospecha de que los fantasmas de los que allí fueron supliciados no podían hacer menos que rondar por sus cercanías. Quizás, me decía, en busca, al menos, de alguna explicación. Varios siglos después y en la dudosa espera de que algo hubiera cambiado en la mente de los hombres.

Doblemente supliciados.

Finalmente, y para mi alivio, salimos al campo.
De pronto nos encontramos en el vasto espacio de un sembrado de trigo que acababa de ser segado. Al centro de esta superficie es hacia donde se dirigió con paso resuelto.

Nos sentamos a contemplar las estrellas que, cosa que no siempre se da en Bélgica, esa noche brillaban numerosas. Ya otra vez había visto algo así, no muchos meses antes. Pero de aquello hablaré en otro momento.
El silencio se estableció, luego de algunos comentarios sobre la travesía por el bosque, y nos dedicamos a contemplar el cielo.

De pronto, una de las numerosas estrellas que teníamos justo enfrente, comenzó a moverse.
Se acercaba a nosotros, o al menos a la vertical sobre nuestras cabezas. Era bastante gruesa, y su color era dorado. Yo no dije nada pero constaté que ella miraba en la misma dirección. Cuando estaba casi en el cenit, giro en una corta curva, y en una especie de aceleración instantánea, se hizo pequeña y desapareció como si se hubiera apagado.

La miré y le pregunté si había visto eso. Ella miraba todavía hacia arriba. Yo insistí. Dijo que no entendía a que me refería. Volví a la carga, quería saber si había observado el fenómeno. No me contestó. Aparentemente, no lo había visto. Pero su mirada se dirigía al mismo punto que la mía.

Aquello si que era un fenómeno extraordinario.

Mi amiga era, es todavía, supongo, militante destacada de un partido politico extremadamente dogmático.
Su visión del mundo era bastante esquemática. El realismo que profesaba ponía barreras difíciles de sortear.

No pudo, o quizás no quiso, ver lo que yo estaba viendo.

Esa relación era pasional y llena de vericuetos, trampas y pasadizos. Era lo que la hacía atractiva.
Además, ella era de las que van siempre de frente.

Y no le dolía nunca la cabeza.

Pero su tozudo racionalismo me exasperaba.

Al rato, nos pusimos de pie, un poco humedecidos y claro está, entumecidos, y penetramos nuevamente en el túnel de árboles.

Cuando al fin llegamos al lugar en que había quedado su auto, yo ya había meditado este episodio, y había acuñado una idea que se iría agrandando con el tiempo, y que sería el principio del fin de esta relación: no hay gente más irracional que los racionalistas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Desde que pusiste éste relato que me debía su lectura. Realmente tenés una muy buena manera de contar las cosas y brevemente.
Me sorprendo con cada cosa que leo. No porque no te crea capaz de que cualquier cosa que te propongas, siempre va a tener su gran dosis de calidad... sino porque nunca comentaste nada sobre que te gustar escribir. En fin... esas cosas que no se hablan y quedan relegadas.
Pero bueno, lo importante es que des a conocer ésta otra faceta tuya... que es muy rica.
Un abrazo..

(ah... y totalmente de acuerdo en que no hay nadie más irracional que un racionalista)