viernes, 21 de diciembre de 2007

RELATOS DE INVIERNO

El exilio es una experiencia dura, por momentos desesperante e interminable. Pero da la posibilidad de conocer a muchas personas con su historia, a las que seguramente nunca hubiera encontrado en otras circunstancias.

La lejanía, la nostalgia, el sentimiento de soledad y a veces de desamparo, hacen que las tertulias entre los que comparten esa vida un tanto errante, se prolonguen durante largas horas.
Y quizás, durante años.
Los recuerdos se revisan una y otra vez.
En general, los que nos encontrábamos en esa condición de refugiados, teníamos el vago sentimiento de estar vivos casi por milagro.
Estas son historias de gente que vivió para contarlo.
Los llamare “Relatos de Invierno”.

Porque en Bélgica, donde estábamos un grupo de aquellos supervivientes, los mejores momentos para contar estas historias eran aquellos en que la luz declina rápidamente, y el frío de la calle hace que te sientas muy bien cerca de una estufa, alrededor de una mesa, con vino, cigarrillos, y la amistad.

Todas son absolutamente reales, no les quité ni les agregue nada. Solo que no pongo nombres, y si lo hago en algún momento, no son verdaderos.




EL ANGEL DEL COLECTIVO


Primeros días de mayo. Mil novecientos setenta y siete.
Del colectivo, no me acuerdo bien el número, pero creo que era la línea 2.
Anochecía.

Iba sentado en la última fila. Era mi hábito.
En aquella época, los colectivos tenían una sola puerta, para subir y bajar.
Desde mi posición, podía controlar lo que pasaba. Eso era primordial.
Seguramente, no podría bajar si había un control sorpresivo. Pero al menos veía bien todo.

Pocos pasajeros. Quizás no más de seis en todo el coche, incluido el conductor. Por aquellos días, y a esas horas, esto era lo habitual.
Íbamos por el comienzo de la avenida Belgrano. Adelante, a tres asientos de distancia, a mi derecha, una mujer joven, delgada, de aspecto eslavo, o al menos así me pareció. Miraba hacia el conductor. En ningún momento hacia atrás.

Al llegar a Castro Barros, se puso de pie. Bruscamente giro hacia atrás, donde yo estaba. Saco de su cartera una estampita y me la extendió.
Me dijo simplemente: _”Tome esto. Lo va a necesitar”_

Yo me quede con la estampita en la mano mientras ella se dirigía hacia adelante y bajaba en la próxima parada.
Mire largamente la imagen. Un Jesús con rayos dorados alrededor de la cabeza. La guarde minuciosamente en la billetera.
Unos días después, mi casa fue allanada, y nosotros salvamos la vida milagrosamente.

Nunca tuve una religión, nunca le había hecho caso a este tipo de cosas, al menos hasta esos momentos. Simple casualidad, me dirán ustedes. Puede ser. O no.
Lo cierto es que desde aquella noche he pensado mucho en esto. Y en todas las cosas que luego me fueron pasando.
En todo caso, fantásticas casualidades.
Quien sabe.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Si bien me habías contado ésta anécdota (y algunas más de éste tipo), no deja de producirme cierto escozor. Tal vez por saber lo que se jugaba por aquellos años... nada más ni nada menos que la vida. Casualidad o no, es algo sorprendente lo que te pasó.