lunes, 10 de diciembre de 2007

LAS HORAS MAGICAS


En el aire tibio flotan extraños filamentos blancos. Vienen del cielo, vuelan silenciosamente, se quedan pegados a las plantas, a los postes del teléfono.
La luz es poderosa, brillante, inmensa.
El misterio queda pegado en las manos, cuando corremos por la vereda para atraparlo. Y unos segundos después, como un sueño, desaparece. Baba del diablo, dicen que se llama.
Nadie sabe que es.
Mi viejo aventura que puede ser debido a la erupción, lejana, evidentemente, de algún volcán. Pero los volcanes no estallan en esas épocas, todo se debe a un recuerdo de su infancia.
Creo que fue con el Krakatoa.
Vaya uno a saber.
Las lenguas blancas siguen bajando en silencio. El barrio esta haciendo la siesta.
Comienza la hora prodigiosa.

En el fondo de casa, entre otros árboles, hay un naranjo. En primavera se cubre de florcitas blancas, y huele maravillosamente. En el silencio de la tarde recién estrenada las abejas se mueven con un rumor alado y laborioso. Paso muchos minutos observándolas.
Se mueven sobre las flores, precisas, minuciosas.
Me mimetizo con el silencio, me muevo con sigilo. Entre los yuyos, las hormigas, en fila india, reconcentradas en su transporte de materias primas para su incierto futuro. En realidad ellas no saben que es incierto. Yo lo presiento, con esas ganas que me superan de jugar a que son una columna de malditos japoneses avanzando en las selvas de una isla del Pacifico. Y que yo soy la gloriosa y poderosísima aviación norteamericana que los bombardea. Pero esa tarde decido, magnánimo, que las voy a dejar vivir.

Al fondo, hay cosas que me interesan más.
Una montaña de escombros, que durante muchísimos años quedaron allí, los restos de la construcción relativamente accidentada de la casa.
Gloria de mis viejos, gigantesco salto superador para la familia, la casa de Castelar fue la delicia de nuestras vidas, el momento mas bello de mi infancia, y de la madurez de mis padres, supongo.
En esta montaña, ya casi cubierta con una especie de enredadera que se arrastra y lo invade todo, hay un mundo. Pequeños insectos, algunos de un color verde metálico que me fascinan, otros no tan lindos pero no menos interesantes. Están los habitantes vivos, que se arrastran, huyen despavoridos, o tratan de mimetizarse en la más absoluta quietud.
También están los habitantes muertos, como aquella piel de araña, gigantesca e impresionante, que encontré entre los escombros. Estaba perfectamente conservada, enterita, era un descubrimiento sensacional.
En la cúspide de la montañita, justo en el ángulo de los dos cercos de alambre, que nos separaba de las casas del fondo y del costado izquierdo, se erguía una de las dos moreras. Trepar a ella era uno de los deportes favoritos. Por varios motivos. Primero, por la sensación inigualable que producía estar en las alturas del árbol, medio escondido por las hojas. Segundo, por la cantidad de vidas secretas que se deslizan entre por las ramas. Y tercero y lo más emocionante: desde allí se veía bastante bien una parte del jardín de los vecinos, los Elman, que vivían en su enorme y verde casa de estilo, digamos, colonial.
Y en el jardín, a pleno sol, la maravillosa rubia sin corpiño. Era de no creer.
Deslizándose sobre la rama lo más felinamente posible, tratando de no hacer ni el más mínimo ruido, por fin pude ver de verdad aquello que tanto imagine. Blanca y fulgurante belleza.
Rumoroso silencio de la tarde.
Magia ancestral.
Hora de apariciones secretas.
Los habitantes del mundo oculto asoman por detrás de los arbustos y matas de pasto. La chicharra suena en el vibrante calor. Y esos puntos luminosamente rozados, que ya nunca se me olvidarán.
Primer encuentro con el cuerpo de una mujer, lejano pero poderosamente grabado en mi recuerdo. Malena, le decían. Años después, cada vez que escuche ese tango, me vinieron a la mente esos pezones.
Pero no duraba mucho la visión pues sospechando que aquella luminosa muchacha sabia que la estaba observando, bajaba rápidamente de mi rama. Y volvía a mis ocupaciones científicas.
En el garaje encontré el vidrio que me hacia falta, y con exquisito cuidado deposite el cuerpo de la araña en el.
Lo instale entre mis trofeos en el escritorio que mi viejo había fabricado, en la que había sido la habitación de mi abuela. Y no dije nada.
Supongo que fue a la mañana siguiente, o alguna otra, poco importa, mientras mi madre estaba ocupada limpiando, que sucedió.
Yo esperaba el momento con deleite.
Un furibundo pataleo, y unos gritos destemplados me indicaron que la tormenta aproximaba. En un segundo la vieja estaba en la cocina, jadeante y algo desgreñada. Hay una araña inmensa en tu escritorio, me grito angustiada, tratando de encontrar algo con que matar semejante monstruo.
Tranquilo, sin dejar de tomar mi desayuno le dije que era mía, que no había nada que temer, que estaba bien muerta.
Claro, se entiende de algún modo que ella siempre haya pensado que yo era un maldito.
Me grito fuera de si porque no le había dicho que había puesto ese horror allí, y además porque juntaba esas porquerías, etcétera.
Yo aclare simplemente que era mi colección, junto con la víbora en el frasco con formol, y el cerebro humano en idéntica situación, prestado por un tiempo por mi vecina de enfrente, Perla.
Y mientras mi pobre vieja descargaba su angustia diciéndome todo lo que pensaba de mi morbosa colección, yo sentía subir en mi uno de esos placeres que muchas veces sentí haciéndoles alguna pequeña maldad a las diversas mujeres que pasaron por mi vida, y que me sufrieron. Una risita compulsiva me conmovía, no lo podía evitar.


Héctor Boetto


















1 comentario:

Manoushe-Mónica Font dijo...

Te la hago corta.Esto ya lo había leído y me pareció genial,lleno de ternura y excelentes imágenes.(Es la que me hizo cagar de risa con las hormigas).Y escribo cagar porque acá nadie me lee..jajajajajaj