lunes, 10 de diciembre de 2007

EL PACTO




Casi niños. Trece años y unos meses. No más.
Las clases recién terminaban.
Ese primer y complicado año de secundaria había pasado.
Festejos en la escuela.
Allí estábamos todos, con esa emoción a flor de piel.
Habíamos pasado ese primer asalto.
Con heridas y deudas, pero lo habíamos pasado.

El intrincado y terriblemente peligroso camino ritual hacia la madurez había comenzado, habíamos transitado los primeros valles y desfiladeros, y allí estábamos. Tan mal no nos había ido.

Y dado que de preparativos hacia la futura vida de hombres se trataba, decidimos hacerlo con todo.
Al salir de la escuela después de la fiesta, B. se puso a la cabeza de un grupo bastante nutrido, y yo lo secunde.
Pasamos por la casa de alguien y nos agenciamos un bombo, y allí estábamos, en fila india por la noche y las calles de Haedo, al ritmo acompasado de aquel instrumento tan alegórico para los argentinos, de los dos bandos...
Terrible cosa aquella. En esos años el bombo marcando el ritmo de una marcha, cualquiera que fuese sus características, era del todo mal vista, sobre todo por la cana. Y por muchos vecinos de buena familia.
Gritamos, cantamos, intentamos colarnos de prepo en una fiesta, y al no poder entrar, les dimos un molesto concierto en la puerta.
Bailamos, nos reímos hasta caernos rodando por el pasto húmedo de alguna de aquellas entrañables veredas. Tomamos cerveza, fumamos, nos divertimos a lo grande y nos dispersamos.
A las tres de la mañana, sentados en el cordón de la vereda de la Avenida Rivadavia, con el bombo al costado y la satisfacción adentro, luego de algunos comentarios sobre los sucesos, hicimos un silencio.

Y después, mirando para el lado del futuro, nos dijimos que aquello había estado muy bien, y que a partir de ese momento podíamos considerarnos amigos, socios de algo que comenzaba a tomar forma y que luego definiríamos como hermandad.
Como miembros de una cofradía que acabábamos de inventar, nos hicimos un juramento de amistad y secreto. A partir de ese momento, éramos hermanos de historias.

Escribo estas palabras en una ignota ciudad, a muchos miles de kilómetros de ese cordón de vereda.
Y a cuarenta años y algunos meses de vivencias, algunas alegrías y muchos fracasos.

Y aquí estoy.
Lejos, pero fiel a aquella hermandad.

Cubelles
29 de julio de 2002.



Después, mucho después, retomo estas palabras.
El tiempo hace su trabajo, sin prisa.
Sin pausa.

Ya no sabemos donde encontrarnos.
Quien sabe que nuevas historias se desgranaran en tus monólogos.
Que soledades te lanzan sus puñaladas traperas.
Yo conozco las mías.
No se de las tuyas, pero las intuyo.
Queda aquella casi infancia, y la pureza de nuestros propósitos.
Y es bastante, después de todo.

Diciembre de 2007



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