domingo, 30 de diciembre de 2007

ALERTA METEOROLÓGICO


Era una de esas noches en que tenía que abordar un avión para viajar a Europa.
Esto había comenzado desde mucho antes, y con el tiempo se transformó en un habitual trasiego.
Pero esa noche tenía algo de particular, aunque reconozco que cada partida es especial.

Siempre.

Despedirse, al menos para mí, es perder. Perder algo, quizás mucho. Dejar de vivír momentos junto a mi hijo chiquíto, por ejemplo.
Momentos que ya no se recuperan.

Cierto es que perdiendo algo también se gana un tanto. De otro modo.
Así son las cosas en este extraño mundo en el que evolucionamos.
Perdemos, ganamos. Y así siguen pasando los días.

Pero lo particular de aquella noche, lo que la diferenciaba de muchas otras en las que abordé aviones en Ezeiza, era que llovía muchísimo.
Un gran torrente de agua caía, con gran empeño, sin ninguna señal que indicara que podía aminorar la catársis pluvial.
En el gran espacio central del aeropuerto, mientras hacía la cola para despachar el equipaje, el ruido de la lluvia sobre el techo metálico era tan intenso que había que levantar la voz para hablár.

Ya en el avión, una vez realizados todos los movimientos rituales de instalación, me dediqué a observar lo que ocurría a mí alrededor.

Afuera, la tormenta seguía.

Los pasajeros iban llegando. Casi todos argentinos.
Había un grupo de jóvenes, vestidos con ropa deportiva. Quizás, de algún equipo. No lo sé. Se distribuyeron relativamente cerca, intercambiando bromas.

En el bloque de asientos que se encontraba a mi izquierda, pasillo por medio, y una fila más adelánte, se sentó uno de ellos, acompañado de una chica.
No paró de agitarse, levantándose y sentándose, hablando hacia distintos ángulos con sus compañeros.

De pronto, llegó una mujer que comenzó los preparativos para ubicarse en su lugar, justo delante mío.
Era de unos cincuenta años, vestida de adolescente, bastante maquillada, y con muchas pulséras y collares.
Hizo como que no podía levantar su bolso, para provocar la ayuda del jóven, que rápida y cortésmente se levantó a ayudarla.
Yo no alcanzaba a ver bién la actitud de esta señora, una vez sentada en su lugar, pero sí veía la cara del joven, que la estudiaba con cierta curiosidad.

Paso el tiempo, y el avión no se movía .Evidentemente la tormenta estaba retardando el despegue.

Sorpresivamente, el brazo izquierdo de la pasajera se elevó. Yo solo lo veía a partir del codo.
El gesto fue lleno de grácia, los dedos hicieron un movimiento aleteante, ligeramente circular, mientras las pulseras tintineaban llamativamente.
La voz que acompañó ese movimiento, sugestiva y como en un lánguido bostezo, me llego nítida.
Se dirigía evidentemente al jóven.
_¿ya estamos volando?
pregunto cándida y ligeramente provocativa.

El deportista la miró, los ojos llenos de ironía, y con una ligera inclinación de la cabeza le contestó:
_no, todavía no señora. Yo le aviso…

Tiempo después, el avión al fin despegó.
La tormenta era feróz.
Volamos aproximadamente dos horas entre tremendas sacudidas, descensos y ascensos que le dejaban a uno el estómago revuelto, mientras que por las ventanillas se veían los flashes de los relámpagos.

Todos estábamos pálidos de miedo, aferrados a los asientos. Nadie hablaba y menos aún, se movía.

Y entonces, en el momento más alarmante del movimiento sincopado del avión, el jovencito giro la cabeza, con una sonrisa feroz y con los ojos brillantes, y grito:

_¡¡señora, ahora si que estamos volando!!

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