domingo, 25 de mayo de 2008

ROGELIO

Hacia el final del año 1975, trabajaba en una fábrica en los alrededores de Chacarita, por la zona de las bodegas.
Había dejado todas mis anteriores ocupaciones y me había “proletarizado”.

Fue una experiencia inolvidable, me acercó de verdad al real mundo de los trabajadores, de la superexplotación por un lado y también de la solidaridad de clase. Esta expresión puede resultar hoy extraña. Pero era, y es, una realidad que desde la clase media no se puede casi percibir.

Innumerables anécdotas de momentos vividos aquellos meses me servirían para demostrar la diferencia abismal en el tipo de relación que se da en un grupo importante de hombres trabajando dura y sincronizadamente, día a día, por un salario muy pobre. Es fundamental que cada uno sea parte de un todo para que la máquina productiva no se detenga.

Todos son importantes y ninguno es esencial.

Todos aquellos compañeros de esos días provenían de orígenes muy humildes, había muchos paraguayos, y la casi totalidad venía de diferentes provincias del norte y nordeste del país.

Pero hoy quiero centrar mi relato en uno de ellos.

El compañero que me ayudó a conocer a fondo lo que es la solidaridad y la humildad, la ternura y la nobleza del hombre que es conciente de que su única posibilidad está en su fuerza de trabajo y en su clase.

Un proletario, un obrero, un hombre sensible y llano, un gran amigo.

Como decía al principio, eran los últimos meses del 75 y también los últimos del corrupto, perverso y decadente gobierno de Isabel Perón.
La preparación más perfecta para el periodo más negro y horrendo que sufrió la Argentina, a partir de marzo de 1976.

En aquellos momentos, la inflación era delirante y la reseción golpeaba con dureza.
Las fábricas trabajaban a media máquina.

Yo cumplía el turno que iba de las 14 a las 22 horas. Pero a partir de la 20, más o menos, la producción se paraba, y nos mandaban a realizar tareas anodinas y sin mayor importancia.

El capataz, una de esas tardes, me señaló una inmensa pila de deshechos metálicos, sobre la que había dos o tres hombres trabajando. Me dijo que fuera a ayudarlos.

Cuando me senté junto a ellos nadie hablaba. Todos ayudados de un trozo de varilla de hierro revolvían en la cima de la montaña.
Los miré y esperé.

Uno de ellos, casi sin levantar la vista me dijo que había que recuperar todo lo que encontrara de aluminio. Era el negocio del capataz, según supe luego.
Al cabo de un momento, comencé a retirar los pedacitos de aluminio y ponerlos junto a lo ya extraído. El que estaba justo enfrente levantó apenas la cabeza, y sus ojos negros y brillantes sonrieron. Con una mezcla de ironía furiosa y amistad en ciernes me dijo:
_ ¡Bienvenido al mundo de los cirujas!
Estallamos en risas y compartimos un cigarrillo.

Así conocí a Rogelio.

Era un formoseño flaco y alto, con una cara muy especial. Para darse una idea, los compañeros lo llamaban Franquestein.

Pero a pesar de ello era alguien extremadamente agradable, con esa forma tan característica de hablar de aquellos que usan corrientemente el guaraní.

Me sorprendieron rápidamente sus conocimientos, sus inquietudes, sus ganas de saber más.
Hablaba de cosas de la vida y de política, pero también de libros y de historia.

Con el tiempo le conté de mi militancia y el simplemente me miró de reojo, sonrió apenas y me contestó que ya lo sabia.
Me quedé mudo y expectante.
Me dijo que se notaba que yo no era obrero. ¿Y que podía estar haciendo un tipo como yo allí subido a esa pila de chatarra, aquella tarde?
Así que ni bien me vio subir, ya sabía por donde venia la cosa. Y con la charla, se dio cuenta de que peronista no era.

El cálculo fue fácil.

Y por eso, me dijo, empecé a respetarte más. Porque no buscaste la manera de convencerme de nada. Solo escuchaste y respondiste a mis preguntas.
Unas semanas después, en la parada del colectivo me dijo:
_“Te quiero invitar a conocer mi casa, mi señora, el barrio donde vivo.”
Un sábado por la mañana quedamos en vernos, me esperó en la estación de Merlo.

Para llegar a su casa, había que tomar un colectivo que se internaba profundamente en aquél vasto territorio completamente desconocido para mí por aquellos tiempos.

Nos bajamos en una zona donde por cada manzana había cuatro o cinco casitas humildes, era casi todo terreno baldío.

Él vivía en una pequeña construcción en una esquina. Solo dos habitaciones, es decir, una cocina y una habitación.
Una casillita pequeña afuera era el baño.

Su gran objetivo del momento era juntar dinero suficiente para comprar un tanque de agua, para poder bañarse con una ducha.

Su mujer era una muchacha muy bonita, suave y tranquila como él, pero rubia. Creo que se habían conocido en Buenos Aires, cuando llegó del norte con su madre, buscando un mejor lugar para vivir y trabajar.

Me contó que no soportaba el ruido de la ciudad. Había pasado su niñez y adolescencia en las cercanías de la selva.
El colectivo que circulaba por una de las calles en que se encontraba su casa lo volvía loco con su estruendo. La frecuencia era de uno por hora.

Conociéndolo me di cuenta de que todo lo que yo podía tener como intuición, el lo tenia naturalmente.

Me contó cosas asombrosas.

Una vez había ido a visitarlo un primo de la ciudad. Salieron por la noche a caminar por la selva. Le pidió que llevara botas. Él iba simplemente con alpargatas.
El motivo era muy simple. Él podía oír a las serpientes. Nunca iba a pasar cerca de ninguna, y menos pisarla.

El primo reía de sus aseveraciones.

Pero cuando regresaban, contó que había sentido que su pie se enganchaba con algo. Cuando miraron las botas a la luz, vieron que en el taco de una de ellas había dos agujeros nítidos. Una serpiente había mordido y eso era lo que había sentido al caminar.

Cuando me relataba esto, mirando calmamente como su mujer cebaba el mate, me dijo que podía sentir el ruido que hacen las plantas cuando crecen, por las noches. Pero que esto lo estaba perdiendo poco a poco, por culpa de la ciudad y sus estrépitos.

Una véz, tuve que pedirle ayuda, no tenia a quien recurrir en ese momento.

Una pareja de compañeros que vivía momentáneamente en mi casa había “enfermado”, como me comunico alguien por teléfono. Es decir, habían sido detenidos. Debíamos dejar la casa. Y por unos días no teníamos donde ir.

Me respondió que por la noche fuera a la suya. Que si no estaba, encontraría la llave en un lugar determinado.

Cuando llegamos aquella noche, ellos no estaban.
Entramos y sobre la mesa de la cocinita encontramos una nota, en la que nos decía que ellos iban a pasar la noche en lo de una cuñada, que nos podíamos quedar allí todo el tiempo que fuese necesario.

Este gesto me conmovió. Aun hoy me sigue emocionando.
Constaté que es cierto aquello de la solidaridad de la gente humilde y conciente.

No tenía casi nada. Pero me lo ofrecía con desinterés y valentía, porque en aquellas épocas esto era riesgoso.

Por eso, cada vez que tengo oportunidad lo cuento, y así mantengo vivo aquel momento de revelación. Sé por Rogelio que los hombres son hermanos de los hombres. Y que la buena gente existe.

Luego otros compañeros y amigos también me demostraron lo mismo, en circunstancias parecidas o inclusive peores. Pero aquel fue un momento de iniciación, digamos.

Muchísimas otras cosas vivimos juntos en aquella fábrica, él siempre sediento de conocimientos, y yo aprendiendo de él las cosas que no están en los libros.

Cuando todo se puso muy mal, a pocos días del golpe, tuve que dejar el trabajo.
Nos seguimos viendo en citas por la calle, aunque cada día con mas dificultades.

La última imagen que tengo es la de una mañana en la estación de Caballito.
Nos despedimos sabiendo que difícilmente nos viéramos en el futuro.
Me miró con sus ojos profundos, insondables a veces, y me dijo simplemente:

_cuidáte, hermano…

1 comentario:

marcelo boetto berlusconi dijo...

Cada vez que paso por esa zona de Buenos Aires me acuerdo del tiempo que pasaste ahí.
La historia es hermosa por donde se la mire. Lástima que no estoy tan seguro de que hoy la cosa sea igual. Seguramente que exisitirán esos lazos solidarios, pero no sé si en la misma magnitud que por entonces. El proceso de destrucción de la idea colectiva y la imposición del concepto del "sálvese quien pueda" hizo estragos en todos los niveles sociales. Ojalá me equivoque.
Pero te repito, a historia ésta es hermosa y conmovedora...más aún teniendo plena conciencia de lo que sucedía por aquellos tiempos.
Un abrazo