jueves, 8 de mayo de 2008

HISTORIAS COLECTIVERAS

La semana pasada, el 1º mayo, tomé un colectivo sobre la Avenida Rivadavia. En los últimos días viajé varias veces en la misma línea. El 53, para más datos.

Luego de habituarme al ruido y las sacudidas, me dediqué a observar a los pasajeros.
Rápidamente noté algo raro.

Todo el pasaje, prácticamente, hablaba animadamente, reía y bromeaba.
Y esto me llamó la atención porque en todos los viajes anteriores, en días de semana común, lo que reinaba era el silencio, las caras apesadumbradas, la gente dormitando.
Casi todos aislados del mundo real con cables conectados a los oídos, que salen de aparatitos que no dejan en paz sus neuronas con vaya a saber que músicas o ruidos suplementarios.

Esto me llevó a pensar en la parte de vida que muchos argentinos pasan trepados en estos insufribles medios de transporte y como esto mismo transcurría en otras épocas.
Porque antes el colectivo era diferente.

La ubicación de los pasajeros era otra. Había la posibilidad de interactuar entre los que viajaban sentados y los que lo hacían colgados de las barras que atravesaban el cielo raso de estas máquinas, menos ruidosas por no tener cambio automático como ahora.
Por otra parte, en general eran como una especie de muestra personal de los gustos y pasiones del propietario. Todo tipo de figuras, sentencias o decoraciones cubrían en parte el gran espejo desde el cual el colectivero vigilaba al pasaje, con luces de neón en varios lados.

Además, el conductor siempre estaba mucho mas implicado en todo lo que allí ocurría, no solo porque en general se trataba del propietario del vehiculo. El hecho de cobrar, repartiendo las tiritas de colores de distinto largo que eran los boletos, dar el cambio, controlar las subidas y bajadas, que se hacían siempre por la puerta delantera, acordarse de señalar donde debía bajar alguien que lo había pedido media hora antes, ordenar a la gente que se corra hacia el interior, donde siempre había lugar, y muchas otras cosas más, lo transformaban en un actor polifacético de este inefable invento argentino.
No hay que olvidar que escuchaba el partido los sábados o domingos por la tarde, además de conversar larga y animadamente con algún amigo o novia que viajaban a su lado en el “pozo”, una escalerita que permitía bajar por una puerta que se encontraba a su izquierda.

En fin. Antes viajar en colectivo era diferente. Dentro de este espacio en movimiento pasaban muchas cosas.

Se iniciaban romances, o amistades, había discusiones de todo tipo, la gente hablaba y a veces polemizaba.
En muchos casos era como una especie de teatro donde se jugaban piezas cortas, tragicómicas a veces, divertidas casi siempre.

Y pensando en esto, me acordé de algunas historias que viví y que quiero contarles.
La primera ocurrió en la línea 68, saliendo de Miserere hacia Palermo.
La otra, en el 5, a la altura de la calle Libertad.

La primera historia me ocurrió en el año 1970.Como ya dije, a bordo del 68...
Yo lo tomaba muchas noches, pues bajaba del tren en Once, viniendo desde Morón, y con el iba hasta Güemes y Coronel Díaz, a visitar a la novia que tenia por entonces.
Mi costumbre era sentarme en el último asiento, a la izquierda. Desde allí observaba todo lo que ocurría en esta especie de teatro rodante.

Aquella noche el colectivo se llenó al máximo. Una masa compacta de pasajeros se aferraba al tubo que recorría el habitáculo del principio al fin atornillado al techo.
Cuando íbamos por la mitad aproximadamente del trayecto, sorpresivamente, el pasajero que iba en el primer asiento, a la izquierda como yo, se levantó, giro su cuerpo, me apuntó con el índice y con mirada penetrante me gritó:

_ ¡Usted!

En ese momento las caras de la multitud que viajaba parada, más alguna que otra de las que venían sentadas en la fila de asientos dobles giraron sorprendidas y expectantes hacia mí.

Yo solo atine a preguntar:

_ ¿yo?, mientras me señalaba el pecho…

En ese preciso momento, el colectivero pisó violentamente el freno para evitar vaya a saber que catástrofe.

El acusador, mal parado con el cuerpo a medias girado hacia atrás, fue llevado por la inercia y desapareció tragado por el pozo al costado del conductor.

La masa del coro expectante emitió un largo ¡Hooo!, al ver la sorpresiva desaparición del pasajero en las ignotas profundidades de la escalerilla.
Un confuso tumulto siguió, en el que varias personas ayudaron a salir al pobre hombre de aquella situación, mientras el colectivero, acelerando y frenando de manera frenética esquivaba obstáculos, al tiempo que protestaba estentoreamente, porque la escalerita esa no podía ser usada de ningún modo por nadie que no fuera de su elección.

Cuando al fin el hombre reapareció, apoyado en los salvadores que lo trajeron a la superficie, volvió a apuntarme con el dedo y repitió:

_ ¡Usted!

Otra vez los rostros se volvieron hacia mi, esta vez con gesto reprobador, luego del accidente sufrido por el acusador.

Y yo volví a contestar, sin saber como reaccionar:

_ ¿yo?

_Si, usted, ¿no tenia que bajarse en la calle Alvear?

_No, dije sintiéndome culpable de no sabia muy bien que…

_Ah, bueno.

Y sin otro comentario, giró y volvió a sentarse en su sitio.

Todos los ojos hicieron un movimiento alternativo, del primer asiento al último, y luego sin disminuir el tamaño, se miraron entre si…

Y entonces estallo la carcajada general.

La otra historia sucedió a bordo del 5, a fines del año 1975.

Yo viajaba parado esta vez, colgado de la barra que atravesaba el techo.

Ubicadas en el asiento doble, dos señoras muy elegantes discutían de política.
A mi lado, parado en la misma posición que yo, otro pasajero. Los dos escuchábamos atentamente lo que decían las señoras.

Hablaban de Cuba.

La del lado de la ventanilla, muy acaloradamente le comentaba a su acompañante algo que alguna sobrina le había dicho, sobre las cosas terribles que sucedían en aquella isla, sumergida, según relataba con toda furia, en una dictadura comunista.

A esa altura del relato, ya habíamos cruzado una mirada inteligente e irónica con el compañero de viaje a mi izquierda.

La señora seguía con su diatriba.
La culminación de su enojo vino con la afirmación de que el estado le quitaba a las familias los niños a la edad de tres años, y ya no los podían volver a ver.
Todo esto con el fin de adoctrinarlos y transformarlos en comunistas, lavándoles el cerebro.

_ ¿A usted le parece, señora?, concluyó indignada.

_ ¡Que barbaridad!, respondió la otra.

_Si, ¡que barbaridad!

En este punto, el que estaba a mi lado colgado como yo del pasamano, me miró, y con una semi sonrisa entre triste e irónica me lanzó:

_Con estas dos, y la Isabelita, estamos salvados, flaco…

2 comentarios:

bomar dijo...

Ja...!!!
Ya conocía la primera historia, no la segunda.
Es verdad, en los colectivos puede pasar cualquier cosa. Hay para todos los gustos...
En cuanto a las diferencias entre el antes y el ahora, sin dudas que nunca nada sigue igual, nada es estático y, nos guste o no, cambian. Pero lo que comentás seguramente es por el proceso de atomización de la sociedad que se produjo (o produjeron) desde el '76 hasta hoy... pasando por todas las variables que se nos puedan ocurrir. Además, porque creo que es una tendencia mundial al aislamiento. La tecnología también ayuda o lleva hacia eso. El hecho de que ahora se pueda llevar la música y/o la radio en el bolsillo y conectado a ambos oídos lo incrementa, especialmente en los jóvenes, que son más aficionados a, justamente, la música.

Un abrazo...
Marcelo

Elisabet Cincotta dijo...

Un relato que dice más que lo escrito. Muy bueno
Abrazos
Elisabet