jueves, 17 de abril de 2008

SEÑALES

Corría el mes de febrero de 1977, la situación en el país era trágica para casi todos, aunque, claro esta, la gran mayoría no quería ni enterarse.

Pero mucho más lo era para aquellos que obstinadamente pretendíamos seguir con un modelo de militancia revolucionaria evidentemente fuera de la realidad.

Proseguir casi ciegamente, con grandes errores en la apreciación de la situación verdadera por la que pasaba la mayor parte de la población solo podía servir para sumar más dolor y pérdidas a las ya soportadas durante el año anterior.
Pero había quienes seguían.

Sin demasiada lógica, sin saber en realidad hacia que se quería ir.
Ya no había más planes realistas, ni contacto con el pueblo oprimido y sufriente, ni ideas claras. Solo se pretendía sobrevivir, pero mal.

En ese cuadro, que por supuesto se podría profundizar muchísimo, cosa que nos alejaría enormemente del objetivo de este relato, sucedieron los hechos que les quiero contar.


El protagonista, miembro de una de las organizaciones revolucionarias que más importancia tuvieron en los primeros años setenta, asumía como tarea la propaganda (así se llamaba a la producción y difusión de materiales de lectura, folletos, volantes o periódicos).

Una vez por semana se veía con otro compañero cuya tarea era distribuir estos materiales a los distintos grupos que aun persistían en la ciudad.

Un día, este compañero de la distribución no llegó más a la citas.

Cuando se vio con el responsable, comentó este hecho.
La respuesta fue dura de asimilar. Según todos los indicios, el flaquito aquel, alto y desgarbado, siempre sonriente, había sido secuestrado.
Y en apariencia, algo había sucedido también con su familia.

Entonces el responsable le pidió algo totalmente ilógico desde el punto de vista de la seguridad. Algo que luego, durante años en el exilio, se replanteo muchas veces.
Le pasó un papelito con una dirección y le dijo que fuera a ver que sucedía en esa casa.

Y el, con esa disciplina que caracterizaba a estos jóvenes llenos de coraje, fe e inconciencia, obedeció.

Cuando llego al barrio aquél, a eso de las dos de la tarde de un verano aplastantemente caluroso, con un sol sin remedio, vio que aquella calle era un desierto. Nadie ni nada circulaba por allí.
Se acercó a la dirección que había aprendido de memoria.

Era una casa humilde, con una parecita y sobre ella un alambre tejido, en el centro una puerta metálica de tubos y un enrejado de finos hilos de hierro.

Se podía ver perfectamente hacia el interior.

Un pasillo de baldosas y al fondo una de esas construcciones con una especie de galeria techada, las habitaciones pegadas una a la otra.
Todo era silencio, pesadumbre.

Se quedó mirando hacia el interior, sin animarse a tocar el timbre.
Trataba de percibir alguna señal, algo que le diera una idea de lo que allí había podido suceder.

Desde la penumbra del patio cubierto a medias de aquella silenciosa casa ni una sola señal, nada.
Estaba como petrificado aguzando la vista y el oído.

Dudaba.

Tocar el timbre, cumplir la tarea de saber que había sucedido allí, o irse rápidamente y perderse en le laberinto de la ciudad calcinada por el sol.

De pronto tuvo la poderosa sensación de que era observado.

Se dio vuelta lentamente y miró hacia la casa de enfrente.

Una de esas típicas con el frente plano, una puerta de madera, una ventana a cada lado, la pared cubierta de piedritas grises.
Levantó la vista .Desde la terraza una pareja de ancianos lo miraban.
A pesar de los metros que lo separaban de ellos, vio nítidamente sus ojos, oscuros y con un singular brillo. No se movían, no hablaban. Solo lo miraban.

Un sutil gesto en la cara. Como una suave sonrisa. Solo eso.
Pero la intensidad de la mirada era enorme.
Algo le estaban diciendo, sin hablar.
Turbado, se volvió.

Siguió atrapado por la nesecidad de cumplir con aquello que le había sido encomendado.
Aún buscaba algún signo en esa soledad triste, como un vaho que emanaba desde el interior.

En ese momento, saliendo de la nada, otra pareja de ancianos se acercó caminando lentamente por la vereda, a pocos pasos de el.
Venían tomados por el brazo. Caminaban recto hacia donde se encontraba.
Se corrió dos pasos hacia atrás para darles espacio, entre el y la verja.

Al pasar a su lado los dos lo miraron, con esos ojos alucinantemente brillantes, esa suave sonrisa que había visto en la pareja de la terraza. Las dos caras vueltas hacia el.

En ese momento, como acto reflejo miró otra vez hacia la casa de enfrente.
Allí no había nadie.

Volvió a mirar hacia la pareja que acababa de pasar a su lado y ya no los vio.

Miró hacia todos lados y no vio a nadie más. Ni autos, ni personas.
Solo el calor, el sol penetrante y la sensación de que de allí había que partir inmediatamente.

Se lanzó a caminar todo lo mas rápidamente que sus piernas se lo permitían.

Durante tantos años de revivir todas esas cosas tan llenas de emoción, dramas y maravillas, le dio mil vueltas a la historia.

Y cada vez con más nitidez se le fue dibujando la verdad.
Aquellos seres habían salido de la nada, estuvieron allí para darle un mensaje.

Algunos tienen la suerte o la intuición necesaria para hacer caso de la señales.

Otros no.

Viví para contarlo.
Hoy, lo transmito a ustedes.
El mundo no es solo lo que creemos ver. Es mucho más.
Muchísimo más.

1 comentario:

Elisabet Cincotta dijo...

Mucho más, sólo hay que detenerse en las señales un poco.
Muy buen relato.
Abrazos
Elisabet